El Comandante Juan Almeida
Enrique Ubieta GómezEnrique Ubieta Gómez
Ha muerto Juan Almeida Bosque, el asaltante al Moncada, el
expedicionario del Granma… Tuve el privilegio de compartir —por
razones de trabajo— algunas pocas ocasiones con él; fueron suficientes
para saber que Almeida, el Comandante, era un hombre tímido, fiel,
limpio, transparente, corajudo y que esas cualidades —que a veces
originaban respuestas ríspidas, secas—, lo convertían en un ser
querido y respetado por sus subordinados, a quienes él también
respetaba. Almeida fue siempre un hombre de pueblo, un compositor de
boleros, y de canciones memorables, una de las muchas leyendas que la
Revolución echó a rodar por la historia, e impregnó en el alma de su
pueblo. Quizá nadie mejor preparado que él, por su estricto sentido de
la justicia, el honor y la lealtad, para presidir, como hizo por
muchos años, la Comisión de Revisión y Control del Partido. Fui
testigo ocasional de la satisfacción que sentía al recoger en los
semáforos a compatriotas que pedían «botella»: como se trasladaba, por
motivos de seguridad, en una camioneta de cristales oscuros, las
personas no sabían quién viajaba dentro. Entonces se divertía ante la
sorpresa de los botelleros que lo descubrían, sonriente, como un
pasajero más. Hay que agregar que el Comandante Almeida siempre se
rodeó de personas buenas, en el buen sentido de la palabra.
Un día, de visita en una de las provincias orientales, una de las
campesinas que acudieron de inmediato a saludarlo exclamó sin
miramientos: «pero yo pensaba que usted era más alto y más fuerte».
Almeida bromeó con ella, un poco atribulado. En realidad era un hombre
de baja estatura, y delgado. Pero la gente lo imaginaba como era: un
gigante, cuya verdadera estatura nada tenía que ver con su físico.
Apasionado defensor de la memoria histórica, presidió innumerables
comisiones conmemorativas y la Asociación de Combatientes de la
Revolución Cubana, desde las cuales veló por la conservación de
monumentos y sitios históricos. Por eso escribió más de diez libros de
testimonios; y quizá por eso también, apoyó y estimuló mi intención de
escribir un libro que recogiera las incidencias cotidianas de los
médicos cubanos en Centroamérica.
Allá conocí a su hija Belinda, médico internacionalista en Cocobila
—un apartado pueblo de la Mosquitia hondureña, entre la laguna de
Ibans y el mar Caribe—, y después en Venezuela. Guardo anécdotas
personales del hombre que fue Almeida, que no caben ahora en este
minuto de solemnidad. Solo relataré la más reciente: cruzaba en mi
auto la Plaza de la Revolución, cuando vi salir la camioneta que lo
trasladaba. La reconocí por el jefe de su escolta, que también me
reconoció de lejos. Aminoré la marcha, para que se alejara, pero la
camioneta también aminoró la suya, hasta que me hicieron señas para
que me acercara. Cuando los dos carros estuvieron uno al lado del
otro, se asomó por la ventanilla y me saludó. Un gesto sencillo,
simple. Mi hijo quedó más impresionado que yo: la razón era que
acababa de estudiar en la escuela ese período de la historia, y no
podía creer que el personaje de los libros fuese ese hombre que
acababa de saludar como a cualquier paisano.
Qué privilegio el de haber sido contemporáneo de una generación de
héroes, el de ser partícipe de una gesta que ya se estudia, aunque
todavía se vive, como parte de la historia. Historia y leyenda, en los
libros y en la memoria popular. Alguna vez mi hijo le contará a sus
nietos que un día saludó desde la ventanilla de su carro, al
legendario Comandante Almeida, el albañil, el guerrillero, el
compositor, el estadista, ese hombre que aparece en la foto color
sepia de la Sierra Maestra, junto al Che, mientras Fidel traza sobre
la tierra el plan del próximo combate.