Triquis, bajo amenaza de desalojo
Sesenta familias triquis asentadas en el Estado de México son amenazadas por inmobiliarias que les disputan sus tierras, a las que llegaron en busca de refugio hace más de una década. Las constructoras utilizan maquinarias y grupos de choque para limpiar terrenos que no son suyos
Érika Ramírez
Le dieron cinco minutos para recoger todas sus pertenencias y salir de su casa. Apenas pudo sacar a sus cuatro hijos y ponerlos en resguardo. Dentro de la cabaña de madera con piso de tierra que habitaban Felícitas Santiago y su familia se quedó todo: dos camas, una parrilla, una pequeña mesa de madera, mochilas, ropa de vestir y los uniformes escolares de sus hijos.
El 26 de noviembre de 2008, un grupo de hombres vestidos de civil llegó con máquinas demoledoras para destruir las chozas de 60 familias triquis, asentadas desde hace 12 años en una parte del predio Paraje de Lago de Guadalupe –ubicado en el municipio de Nicolás Romero, en el Estado de México–. Los sujetos amedrentaron a mujeres y niños. Era el medio día de un miércoles, y la mayoría de los hombres había salido a su jornada de trabajo.
Codiciado por un grupo inmobiliario que pretende ampliar la construcción de casas de interés social, el terreno había sido el refugio de los emigrantes de la comunidad triqui alta –municipio de Putla Villa de Guerrero, Oaxaca–, que llegaron a la región mexiquense con la esperanza de superar las paupérrimas condiciones de vida que padecían, y aún padecen.
Después del desalojo, las familias se dispersaron. Algunas tuvieron oportunidad de rentar un cuarto, otras se quedaron en las calles resistiendo el frío invernal de aquel año. Todo dependía de sus ingresos. Dos meses después pudieron reubicarse en otro extremo del paraje, donde no pagan renta y tienen la promesa de obtener algunas hectáreas de tierra, una vez concluido el proceso judicial entre los dueños del predio y la constructora Casas Beta del Centro (ahora propiedad de la Desarrolladora de Vivienda Homex).
A cambio, los triquis permanecen vigilantes de que no se intente otro despojo de tierras o que organizaciones como la de Antorcha Campesina –de filiación priista– invadan el predio, como se ha venido amenazando en los últimos días.
El estudio Triquis, pueblos indígenas del México contemporáneo, editado por la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), indica: “Pese a que es un grupo étnico pequeño, pues apenas supera los 25 mil habitantes, la problemática sociopolítica por la que ha atravesado a lo largo de su historia lo ha colocado en la atención de la opinión pública nacional e internacional desde hace varias décadas”.
El documento añade que “los conflictos sociales y políticos, la violencia y la persistente lucha por la defensa de su territorio son los aspectos más sobresalientes que dieron visibilidad a la presencia triqui en el marco de la diversidad cultural del país”.
La pobreza a cuestas
Mientras recuerda el momento en que perdió todo lo que había podido adquirir en más de 10 años, Felícitas extiende su mano y da un taco de arroz a su pequeña de cinco años. La mujer no tiene más que ofrecer a su familia. “Mañana, dios dirá”, dice. Su esposo Pablo Antonio Merino se quedó sin el trabajo que tenía como auxiliar de albañil apenas el viernes pasado, y su hija mayor fue despedida hace unos meses de la guardería donde se empleaba.
Felícitas es una de los 1 mil 722 indígenas triquis que emigraron a la región mexiquense, indican las cifras del más reciente Censo Nacional de Población, elaborado en 2000 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Nació en el pueblo de San Andrés Chicahuaxtla. Ahí dejó su casa y su parcela, de la que ya no podía echar mano porque carecía de recursos para la compra de fertilizante y semilla. También dejó a sus padres y hermanos, a quienes llega a ver una vez al año. “Allá casi no hay trabajo y uno quiere superarse, por eso salimos del pueblo, pero ahora vemos que estamos igual”, dice.
Cuando llegaron al Estado de México, su esposo Pablo Antonio Merino y otras 10 personas firmaron un contrato de comodato (del que Contralínea posee copia) con los dueños del lugar. En el documento, sellado por el juez décimo primero de distrito en el Estado de México, con residencia en Naucalpan, se especifica que los integrantes de la comunidad “reciben gratuitamente el uso del terreno rústico, obligándose a usarlo única y exclusivamente para cultivo, crianza de animales y vivienda, sin que puedan darlo en arrendamiento, prenda o conceder el uso de terceros”.
Así habían vivido por más de una década, pero la urbanización los alcanzó. A inicios de 2000, los triquis se vieron rodeados por fraccionamientos que contaban con agua potable, pavimentación, luz eléctrica, pensaron que algún beneficio llegaría para ellos, pero ocurrió todo lo contrario: el progreso de aquellas colonias se convirtió en una amenaza.
El estudio de la CDI indica que “las necesidades económicas, la violencia social y los conflictos políticos, sobre todo en la parte baja (de la zona triqui), han motivado la residencia temporal o permanente de los triquis en la capital del estado y en otras entidades de la república mexicana”.
De de todo Oaxaca –dice el estudio elaborado por Pedro Lewin Fischer, profesor investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia, y Fausto Sandoval Cruz, profesor de educación indígena, originario de San Andrés Chicahuaxtla, municipio de Putla Villa de Guerrero, Oaxaca–, los triquis “son el tercer grupo porcentual con presencia en diversos estados del país, especialmente en la zona norte (Sinaloa, Sonora, Baja California, Baja California Sur), en el Estado de México y el Distrito Federal”.
El destino migratorio y la actividad laboral de los triquis varía de acuerdo con su origen en Oaxaca: los emigrantes de Copala se desempeñan en el norte del país en actividades agrícolas, mientras que los de Chicahuaxtla radican en el Distrito Federal y en el Estado de México como miembros del Ejército o en la policía bancaria, explica el estudio.
La brecha económica
Contrario al modelo de vivienda que tienen a sólo unos metros de distancia –estructuras de dos niveles en pleno funcionamiento, construidas de concreto, con pisos aplanados, herrería en ventanas y puertas, muebles de baño y una fachada arquitectónica que simula confort y modernidad–, los triquis carecen de todo servicio.
Cada tercer día, una pipa de agua atraviesa las mallas de protección que bordea el predio. Dota por 13 o 15 pesos, depende de la compañía que les surta, cada uno de los tambos viejos y oxidados que se enfilan a las afueras de sus casas. Los recipientes permanecen cercanos a las letrinas, expuestos al sol, tierra e insectos. De esa misma agua, beben, lavan trastes, se bañan.
También carecen de luz eléctrica y de drenaje. A veces, recurren a los llamados “diablitos” para poder “colgarse” de los postes de electricidad, que abastecen de energía a los fraccionamientos vecinos. Pero cuando los servidores de la Compañía de Luz se dan cuenta, arrancan y destrozan los metros de cable que llevan luz al predio.
La falta drenaje y el espacio terroso en el que viven han provocado enfermedades epidérmicas y estomacales. Los niños son los más vulnerables: “Les salen granitos por todo el cuerpo. Los llevamos al centro de salud y les mandan pomaditas que nada más se los quita un rato. Pero si se las dejamos de poner, les vuelven a salir”, dice una de las mujeres triquis que, ataviada con su huipil de colores, carga a su pequeño hijo.
Mientras, otros niños corren entre los matorrales, comen las plantas y flores que encuentran a su paso, ríen, se divierten entre la maleza. María, una pequeña de unos cuatro años de edad, arranca una flor de pétalos rosas y tallo delgado. Alza la mirada y pregunta a su madre si la puede comer. La mujer susurra en su lengua y de inmediato la niña se sacude de la mano la planta que a la vista se figura inocente.
Parece que es venenosa, dice Daniel Hernández, uno de los triquis que se alistó en el Ejército hace 24 años y que ahora vive en el lugar. También hay que estar al pendiente de otros animales ponzoñosos como los alacranes, arañas y víboras que hay en el predio, advierte. El hombre entró como soldado con la idea de que en la milicia tendría oportunidad de seguir con sus estudios en preparatoria, mismos que no tuvo oportunidad de concluir.
En alimentación, la dieta de los triquis no ha cambiado del todo con la migración: el frijol, la tortilla y los quelites son su principal alimento, como lo era en su pueblo. Huevo, leche y carne apenas una o dos veces por semana. Carecen de todo apoyo gubernamental, pese a que han acudido a las oficinas de la Secretaría de Desarrollo Social y de la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas.
Del campo a la milicia
Margarito González llegó hace 25 años al municipio de Naucalpan. Como Daniel, formó parte de las filas castrenses de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Tenía 17 años, y a esa edad, su doctrina fue “amar a la patria, defenderla ante todo y todos, eso significaba pertenecer al Ejército, ser un buen soldado”. Eso le decían en el Campo Militar Número 1 donde vivía y lo entrenaban.
A su ingreso le ofrecieron salario, comida y techo. Así se mantuvo por seis años, hasta que ya no pudo resistir y dejó el servicio militar: ya no veía a su familia, no sabía de ella, los trabajos eran arduos y sin descanso, el pago no alcanzaba para vivir mejor, y “a veces me encuartelaban por ocho, 15 días y hasta un mes; yo era joven y quería mi libertad; por eso deserté”.
Margarito fue militar como su padre. Siguió la tradición porque no había mayores opciones, el campo ya estaba en el abandono. Además, “también me metí porque nada más terminé la secundaria y no había dinero para seguir estudiando. Lo mismo hacen varios de mi comunidad, vemos al Ejército como una oportunidad de empleo”.
Ahora tiene 42 años, vive con su esposa –que durante la mañana ofrece sus servicios como trabajadora doméstica en las colonias aledañas– y sus cinco hijos. La familia ocupa unos tres metros cuadrados del Paraje del Lago de Guadalupe. Después de desertar de las tropas de la Sedena, ingresó como policía a una empresa privada de seguridad que le ofrece un salario de 5 mil pesos mensuales sin prestaciones sociales, excepto el seguro médico que pagan de forma particular.
Margarito lleva 15 años prestando sus servicios a la compañía y sabe que nunca obtendrá un crédito hipotecario para hacerse de una vivienda como las que tiene frente a su choza de madera. No cuenta con la prestación del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, por eso se empeña en defender el predio, quizá algún día tenga un terreno y un techo seguro que ofrecer a sus hijos.
Una triqui mexiquense
Adriana Betancio tiene cuatro años viviendo en el terruño y enfrenta los mismos problemas de desalojo que los triquis. También cuida del predio en busca de obtener una porción para poder edificar su hogar.
Tiene 37 años y un mal que la acaba poco a poco. Padece lupus eritematoso sistémico, una enfermedad autoinmunitaria, es decir que no protege a su cuerpo de sustancias dañinas. En las mismas condiciones de pobreza que sus compañeros triquis, vive con su esposo de 53 años de edad y sus hijos de 18 y 11 años.
Su marido es barrendero y todos los días sale a las cuatro de la madrugada a limpiar las calles del municipio. Sus ingresos apenas les alcanzan para susbsistir y a veces para comprar los medicamentos y pagar la consulta de Adriana en el Hospital General de México.
“Vivimos de la pura barrida. Mi esposo gana entre 80 y 150 pesos diarios, pero no nos alcanza”. Por eso, Adriana aprendió de los triquis a sembrar la tierra. Ahora obtiene de ella frijol, maíz, espinaca, calabacita. En el Paraje del Lago de Guadalupe se hizo campesina. “Mientras, mi esposo se metió a estudiar, a una escuela de oficios, plomería, a ver si así podemos ganar otro poquito. Hay que pagar entre 500 y 800 pesos en medicamentos cada que voy al doctor, y no nos alcanza”, relata.
La mujer dejó de trabajar como “checadora” de las salidas de los microbuses en el paradero del metro Toreo a causa de su enfermedad. Apenas el año pasado tuvo una crisis y quedó paralizada por más de un mes, sus extremidades se inflamaron tanto que no podía moverse, tampoco podía hablar, sus riñones no funcionaban. Sus vecinos fueron quienes se hicieron cargo de ella la mayor parte del tiempo, mientras su marido salía a trabajar y sus hijos a la escuela. Eso los hace compañeros de lucha.
Los juicios
Pedro Suárez Treviño, integrante del Colectivo de Abogados Zapatistas (CAZ), asegura que las escrituras correspondientes al Paraje de Lago de Guadalupe acreditan la posesión de tierras de Arcadio Martínez Olivera, Adrián Ortiz Barrios, Raúl de los Santos Cruz, Fernando López Hernández, Raymundo Hernández Jiménez, Efraín Vallejo Reyez y Felipe Miranda Medrano.
Suárez Treviño explica que Arcadio, originario de Oaxaca, fue quien ofreció a los triquis un espacio para vivir y cosechar. Pese a ello, desde 2004 se han llevado a cabo los desalojos, indica. Ante esta situación ya hay una demanda en contra de Casas Beta, Desarrolladora Homex y María Ángela Mequel, quienes presuntamente los despojaron de 138 hectáreas aproximadamente.
Derivado de eso se iniciaron dos juicios civiles en el Juzgado Décimo Tercero en el distrito de Tlalnepantla, con los expedientes 173/006 y el 600/2004, en los que se exige la posesión. Ambos continúan en proceso.
El abogado del CAZ dice que una vez concluido el juicio, los dueños del predio están comprometidos con los triquis a entregar ocho hectáreas del terreno, en las que los miembros de la comunidad emigrante podrían edificar sus casas y, ahora sí, tener un espacio en donde vivir sin temor a ser desalojados nuevamente.
Lo que están viviendo los indígenas en este movimiento “es reflejo de la falta de empleo, oportunidades, escuelas y salud en sus comunidades de origen. Se ven obligados a salir, pero llegan aquí y son maltratados por las propias autoridades que no respetan su contrato de comodato con los dueños del predio.
Se solicitó entrevista con Javier Romero Castañeda, director jurídico del corporativo de la Desarrolladora Homex, sin que al cierre de la edición se haya obtenido respuesta.